martes, 25 de marzo de 2008

Rafael Azcona: "Ni velatorio, ni funeral, ni entierro, ni luto; te has muerto y ya está"

La tarde ha comenzado con una triste noticia. Los diarios digitales anuncian que Rafael Azcona ha muerto. A comienzos de septiembre, el maestro me había contado por correo electrónico que tenía un tumor pulmonar "bastante engorroso". No pudimos hablar por teléfono; una afonía derivada de la enfermedad le impedía estar como a él le hubiera gustado. "No tengo más cojones que admitir que no estoy lo que se dice 'operativo”, me dijo.

Conocí a Azcona hace poco más de dos años. Llevaba mucho tiempo intentando entrevistarle para la revista. Me habían comentado que no le gustaba prodigarse mucho en los medios de comunicación. Parecía cierto. Sin embargo, un día me llamó y, gracias al cable que me echó Joaquín Gómara, nos fuimos a Madrid a hacerla.

Fue una entrevista cercana y, lo mejor, Azcona se abrió a hablar de su Logroño natal como nunca -al menos en los anteriores reportajes que había rescatado, poco o nada comentaba de la capital riojana-. Estuvo salpicada de anécdotas desde el primer momento. El maestro quería un rincón tranquilo para hacer la entrevista. Los días previos no acertábamos a encontrar un sitio adecuado. De hecho, confieso que empecé a ponerme nervioso con la posibilidad de que Azcona aplazara el encuentro. Pero, casi el día anterior al viaje a Madrid, Azcona propuso el hall de un hotel próximo al Santiago Bernabéu. No quería gente. Sin embargo, todo salió al revés.

Llegamos al sitio que nos había propuesto el guionista pero no veíamos a Azcona. ¿Por qué? No porque no estuviera, sino porque en el hotel se alojaban los tíos más altos de España: en esos días se jugaba la final de Copa de baloncesto. Al pobre Rafael era difícil divisarle. A esto se añadió el hecho de que el hall estaba abarrotado de periodistas, aficionados y seguidores de los clubes. Nos llamó como pudo y casi sin tiempo para las presentaciones, salimos corriendo a un bar próximo -sí, literal, casi corriendo-. Hicimos la entrevista en un VIPS -manda huevos- mientras nos tomábamos unos buenos vasos de vino. El encuentro se fue entonando y me atreví a preguntarle por la muerte. Azcona tenía 79 años en aquel momento. El maestro dejó un deseo en el aire que dudo mucho que se cumpla pero que tiene su guiño irónico: "Cuando me muera, que me dejen insepulto en la cima del monte Cantabria para seguir viendo la tierra que me vio nacer. ¡Lo malo es si provoco una epidemia! ".

De hecho, Azcona no quería ningún ruido para el día del adiós: "Ni velatorio, ni funeral, ni entierro, ni luto; te has muerto y ya está". Su discreción no ha fallado ni en el día de su muerte. Nos hemos enterado tarde.

La entrevista sigue así y fue publicada en el número de marzo de 2006 de DATO.


"Meter la política en el cine es un error"
D.E.: ¿Se siente querido por los riojanos?R.A.: A mí La Rioja me ha tratado estupendamente. De hecho, gracias a los riojanos acabaré en el Guiness. Además de ser titular de dos pasodobles –uno de ellos, estupendo, de nuestro paisano el compositor José Fernández Rojas–tengo dos calles en vida, una en Logroño y otra en Villamediana, y eso a pesar de mi resistencia a convertirme en espectáculo. Estoy muy contento de ser riojano, pero no voy por la vida presumiendo de ello: si echamos mano del cálculo de probabilidades, nacer en una ciudad tiene menos mérito que venir al mundo en una aldea, y tampoco parece serio proclamar que los de Logroño somos más altos y más guapos que nadie. Una vez vi a Clemente, entrenador del Bilbao, en la tele, y decía que habían ganado la Liga porque eran vascos. Me pregunté: “Si es así, ¿por qué no la ganan todos los años?”

D.E.: ¿Sigue la actualidad de La Rioja?R.A.: Pues hará casi cien años que me fui, pero me gusta leer la prensa en Internet y lo hago casi todos los días. Puesto a ser sincero, confieso que no consigo interesarme por los problemas de nuestra tierra; me preocupan más los que me encuentro en Madrid al salir a la calle.

D.E.: De lo que lee, ¿qué le llama más la atención?
R.A.: El Logroño que yo encuentro en el periódico no es el que me traje a Madrid. El de ahora tiene poco que ver conmigo, y quizá por eso no siento añoranza. Aparte, a menudo me llevo algún disgusto, porque la gente por la que yo conocía se va muriendo, y claro, eso sí que son pésimas noticias.

D.E.: ¿Por eso no visita Logroño con asiduidad?
R.A.: No tengo nada que hacer allí. Si tuviera una casa, una huerta o algo, pues iría. Pero, ¿para qué voy a ir, si mi Logroño me lo traje aquí? Sería como ir de vendimia y llevar uvas de merienda. Me preguntas de Logroño de los años cuarenta y cincuenta y me acuerdo de todo: en la memoria tengo un plano de la ciudad y las caras de mis convecinos, me acuerdo de las tiendas o de los árboles de calles que ya no existen. ¿Para qué voy a ir a verlas si han desaparecido?

D.E.: ¿Qué diferencias ve en sus visitas?R.A.: Cuando yo vivía en Logroño, la mayor parte de la vida se hacía de El Espolón hacia abajo, es decir, hacia el río. La Calle Mayor, Portales y la Plaza de la Imprenta o del Mercado tenían mucha vida. Ahora la vida se hace para el otro lado. El Logroño que viví ya no existe.

D.E.: Entonces, ¿no le inspira Logroño para hacer un guión?
R.A.: A quien le tiene que inspirar es un productor o a un director: los guionistas –al menos yo– pintamos poca cosa a la hora de decidir qué películas se deben hacer; yo me considero una especie de asistenta al servicio del director, que es mi señorito, y si mi señorito me pide que escribamos una historia sobre Logroño, yo, encantado de la vida. Pero es que no me lo piden. Claro que me gustaría participar en una película que tuviera Logroño por escenario. La verdad es que ya he escrito algunas cosas que, aunque no se diga explícitamente, se desarrollaban en Logroño, pero en el Logroño en el que viví, una ciudad que debía andar por los 30.000 habitantes en donde los taxis sólo se tomaban para ir al Chalet, un prostíbulo de lujo que había por Cascajos, y sólo se hablaba castellano con más o menos deje del Ebro; ahora la ciudad debe estar por los 150.000 y allí, como en todas las partes, se oyen el árabe, el rumano, alguna que otra lengua subsahariana y español con acentos andinos. Por cierto, y ya que estamos en esto, yo estoy por el mestizaje: en el mundo habrá menos tensiones el día que su población sea de un color café con leche con gotas de amarillo.

D.E.: ¿Ha estado en su calle?
R.A.: Sí, hace tiempo. Fui con mi mujer y mis hijos. Una calle estupenda. Mi hijo me hizo una foto debajo de la placa. No estaría mal vivir en esa calle y que la gente me escribiera sus cartas poniendo en el sobre: "Rafael Azcona, en su calle, Logroño (o Villlamediana)".

D.E.: ¿Estaría dispuesto a recibir más premios o reconocimientos?
R.A.: Hombre, claro, Pero de los que están dotados económicamente –sonríe-, y que me los dieran sin hacerles publicidad, porque cuando el personal se entera de que te han dado algo, siempre hay alguien que se considera con derecho a pegarte un sablazo.

D.E. A lo largo de los años que lleva trabajando para el cine, ¿ha habido algún momento en que se haya visto en dificultades económicas?
R.A. Pues, aunque parezca mentira, no. Bueno, sí, una vez. Pero me encontré en un semáforo con Mario Camus, me preguntó qué estaba haciendo, le dije que llevaba en el paro unos meses, y me contrató inmediatamente para colaborar en La guerrilla, una serie de televisión. Cuando de verdad tuve problemas fue al llegar a Madrid. Traje el dinero que había sacado vendiendo los libros que yo tenía. Empecé de contable en un almacén de carbones. Resistí un mes y doce días. Por una razón: el almacén estaba mucho más allá de Ventas y yo vivía en la Puerta del Sol. Iba a trabajar a las seis y media de la mañana y volvía a casa a las once y media de la noche. Así que dejé los carbones, me puse a escribir novelas rosa, y poco después entré entré en La Codorniz. O sea, que no me quejo, aunque si las cosas me hubieran ido mal, tampoco me quejaría. Quejarse no sirve para nada. Y si lo haces mucho, la gente te rehuye. Con mucha razón.

D.E.: ¿Sigue la cultura del vino de Rioja?
R.A.: Preferentemente, me lo bebo. John Huston dijo que en su vida había cometido dos errores. El primero: haberse casado muchas veces. El segundo: no haber bebido siempre y exclusivamente vino tinto. A eso agrego yo, tinto de Rioja. Me encantan los reservas, ¡y a quién no!, pero habitualmente bebo crianza de Lan, el Contino, Viña Zaco… Estupendos.

D.E.: ¿Ha visto ‘Entre copas’?
R.A.: ¿Se imagina en España una película de hacer catas? Yo no. Es todo mentira, una exageración. Lo que pasa es que se ha puesto de moda beber tinto en Estados Unidos. Antes, en las películas los americanos pedían un Martini, pero hace un tiempo y, gracias, sobre todo a Woody Allen, los americanos que pretende estar a la moda siempre tienen delante un vino tinto, en general de California, donde, como ahora sucede en muchas partes, hacen unos vinos que no están nada mal. La ingeniería enológica ha conseguido trabajar en sitios en los que nunca se hacía producido vino de verdadera calidad, aunque a veces… Cuando leí eso de vino “de alta expresión” me pregunté: “Y eso, ¿qué coño será?”


D.E.: ¿Qué opinión le merecen los profesionales riojanos del mundo del cine?
R.A.: Siempre ha habido paisanos nuestros en el cine y siempre han tenido éxito; los primeros nombres que me vienen a la memoria son los de Saturnino Ulargui, que en los años cuarenta fue un gran productor; más o menos coetáneos míos son Roberto Bodegas y Antonio Gonzalo, que han firmado espléndidas y significativas películas; después han llegado José Antonio Romero, Javier Cámara, Santiago Tabernero, Bernardo Sánchez y su hermano Daniel, historiador de cine, y todos llevan unas carreras fulgurantes.

D.E.: ¿Cuál es el proyecto que nunca le han planteado y le apetece hacer?
R.A.: Soy muy limitado y la única virtud que tengo es que conozco mis límites: sé en lo que puedo rendir y en lo que no me debo de meter. No tengo espinas clavadas, aunque me fastidia no haber podido hacer El Castillo, de Kafka. Pero no me han hecho caso; ya le decía antes que los guionistas no decidimos nada en este terreno.

D.E.: ¿Se fractura España?
R.A.: Yo creo que se está exagerando la cosa, y que España no se fracturaría ni siquiera en el caso –para mí, deseable– de llegar a ser un estado federal; Suiza es un país federal, tiene como lenguas oficiales el alemán, el francés y el italiano, y si usted le pregunta a un señor de Lausana de dónde es, ese señor no te dice: “Del cantón del Vaud”; ese señor te responde: “Suizo”. Ya me imagino que para nosotros debe estar muy crudo lo de acabar siendo un pais federal, pero en cualquier caso no creo eso de que España se esté rompiendo a pedazos ni que problemas como el del Estatut produzcan esa crispación de la que tanto se habla en las tertulias radiofónicas y televisivas: yo veo a la gente tan tranquila haciendo la compra, echándole gasolina al coche y yendo al fútbol. Más claro: mientras ganen dinero los bancos, ni crispación ni leches. ¿Alguien cree, de verdad, que el señor Botín esté crispado por lo que pase en Cataluña? Yo lo he visto en la tele y de lo que hablaba, con legítimo orgullo, era de la buena marcha del Santander.

D.E.: ¿Qué le parece el diálogo como solución al problema del terrorismo?
R.A.: Pienso que acabar con ETA es muy difícil pero apuesto por un diálogo en el que participen las víctimas, aunque conviene recordar que en un estado de derecho no son las víctimas quienes juzgan a sus ofensores, por muy criminales que sean. Ahí está el ejemplo de Irlanda. Es la única forma de acabar con ese tipo de conflictos. Y dicho esto, y para empezar, el señor Rajoy debería probar que el Gobierno está en tratos con ETA, y si así fuera, el señor Zapatero debería explicar en qué consisten esos tratos.

D.E.: ¿Qué caricatura haría de la España actual?
R.A.: Meter la política en el cine o en la novela o en el teatro me parece un error porque siempre sale una cosa doctrinaria, a favor de alguien. La política debe estar implícita en las obras de creación, pero no conviene hacerla exclusivo motor de las mismas. Las películas políticas, superada la coyuntura en que se realizaron, dan la impresión de quedarse vacías. El antropólogo que dentro de cien años quiera saber cómo era la España de Franco lo encontrará en las comedias, incluso en las intrascendentes, mejor que el cine comprometido. Personalmente, nunca he hecho cine político. ¿Una película sobre la España actual? En cualquier caso, una comedia, dándole a la realidad una vuelta de tuerca. El maestro Lubichs, que de esto sabía un rato, dijo: “Tragedia más tiempo: comedia.”


D.E.: ¿Está a favor de los matrimonios entre homosexuales?
R.A.: No tengo nada en contrario siempre que no pidan mi mano. Todo el mundo, por el hecho de haber nacido, tiene derecho a realizarse de acuerdo con su condición, siempre que perjudique a un tercero. Me acuerdo de un camarero de Logroño que se llamaba Pepe y era homosexual; la gente le insultaba, e incluso le soltaba algún pescozón al pasar a su lado. Vergonzoso. Detrás de la condena de esos matrimonios, o de la clonación, o del divorcio siempre asoma la oreja la actitud regresiva de alguien que no quiere que cambie el mundo. Si se les hubiera hecho caso a quienes defienden esa actitud, en pintura estaríamos en las cavernas pintando bisontes y no hubiéramos tenido ni a Velázquez ni a Picasso. A mí, cuando Franco, me habían educado para morir bien, con todos los sacramentos, a ser posible. Pero cuando fui a Roma a trabajar y vi que allí, a lo que se dedicaban, era a vivir bien, incluso algún cardenal que vi en los restaurantes. Recordemos que lo mismo ocurrió cuando llegó el divorcio: se dijo que España se acababa y la familia destruida. Ahora se divorcian los de derechas, se casan hasta tres veces y no pasa nada. O, mejor dicho, pasa que así crean tres familias, en lugar de destruir una.

D.E.: ¿Qué es lo que echa en falta de Logroño?R.A.: Hombre, algunas tardes me gustaría dar la vuelta a los puentes –me refiero al de piedra y al de hierro; ahora ya sé que hay más– y sentir el cierzo bajando desde la sierra de Toloño. Esa vuelta me llevaría cincuenta años atrás y me devolvería a mi adolescencia, a aquellos tiempos en que íbamos a La Playa, nos bebíamos un porrón de vino en el merendero de Toalla, alquilábamos una barca en el Pasti, cruzábamos el Ebro a nado… Bueno, yo no. Era una prueba de hombría hacerlo, pero yo no me atreví nunca. Menos mal, porque todos los años se ahogaba alguien al intentarlo.

D.E.: ¿Le gustaría volver a Logroño?
R.A.: Nunca me lo he planteado. De volver a La Rioja lo bueno sería regresar al campo, qué hermosura algunas paisajes de La Rioja Alta, pero como soy un urbanita, tendría que volver a la ciudad, y para ciudad ya tengo Madrid.

D.E.: ¿Y de muerto?R.A.: Ojalá existiera un servicio municipal que una vez certificada mi muerte se hiciera cargo inmediatamente de mi cadáver: un recibo a mi viuda, y luego que hicieran lo que les diera la gana con mis restos. Ni velatorio, ni funeral, ni entierro ni luto. ¿Por qué adornar la muerte, que es una cosa bastante fea, para darle lucimiento? Te has muerto. Y ya está. Pero debo responder a su –nunca mejor dicho– última pregunta. Pues, bien, visto que ese servicio no parece que se vaya a inaugurar a tiempo, que me dejen insepulto en la cima del Monte Cantabria para seguir viendo la tierra que me vio nacer. ¡Lo malo es si provoco una epidemia!

Now listening "Stand", REM.

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